SEGUNDA ENTREGA del diario de Laia Palau (10/02/2020)
Una vez concluido el Preolímpico de Belgrado y asegurada la clasificación para los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, Laia Palau nos muestra sus sensaciones previas más personales antes del inicio de la concentración.
Me tengo que hacer la maleta. La ropa no está seca todavía. ¿Cuantas maletas habré hecho en toda mi vida? ¿Miles? En que cajón metí la ropa de la última concentración es un misterio.
Ya he cenado y la maleta sigue allí, a medias. Suerte que voy con el mega bolsón y al final acabo metiendo medio armario innecesario. Voy a dormir poco esta noche. Salgo pronto para Madrid. Y no falla, mi cabeza está activada, nerviosa, como un niño que se va de campamentos o que espera a los reyes magos. Sé a dónde voy y qué voy a hacer. Voy a reencontrarme con ese equipo que consigue cosas maravillosas. Pero justamente por eso estoy nerviosa. Porque no quiero desaprovechar la ocasión. Porque mantener la magia cada vez es más difícil. Porque cada objetivo nuevo que se nos pone por delante es un triple salto mortal sin red. Y porque, aunque la gente nos exige medallas y éxitos, todas sabemos de la fragilidad del mundo del deporte. No somos infalibles y, saberlo, es nuestra grandeza.
Vamos en busca de una clasificación para Tokio 2020. Vamos a por una oportunidad más de brillar junto con el resto de atletas del mundo. Las olimpiadas son el paraíso prometido. El escenario por excelencia que cualquiera de nosotras quiere pisar. No queremos fallar.
Por eso cuando suena la alarma ya tengo los ojos abiertos. Me faltan algunas cosillas para completar el equipaje: una navaja, por si las cosas se ponen feas y hay que sacar el instinto asesino, un kit de sonrisas porque siempre se trabaja mejor y un frasco con un extra de purpurina: vamos a darle valor y brillo a lo que hacemos cada día.
PRIMERA ENTREGA del diario de Laia Palau (07/01/2020)
Justo seis meses después de la conquista del Eurobasket 2019, la capitana de la Selección ha recordado lo que supuso el último éxito logrado por un equipo de leyenda.
Desde la ventana veo la luz final del día, porque no es rojiza es roja del drácula pensilvánico, roja de la cereza madurísima, roja de la sangre que brota de un labio partido. Partido a partido.
Y partido a partido ganamos un oro irrepetible. El oro de las minas del rey Salomón, el oro del pirata Rackham el Rojo, el dorado sublime de las puestas de sol colgado del cuello. La hazaña inaudita.
Nada más difícil o nada más sencillo cuando el equipo carbura y ruge y todas a la vez perseguimos una idea.
Sin pensar en el rival o pensándolo muy bien, sin mirar hacia atrás porque el ayer solo nos sirve para crecer en experiencia.
El pasado solo pesa y puede incordiar. Y nosotras encaramos cada día como una nueva oportunidad de salir a escena con la intención de afinar el Do más mayor.
Y nos funciona. Y jugamos para chuparnos los dedos al finalizar. Estupefactas todas cuando se acaba el show y lo hemos vuelto a hacer. Como si no nos lo creyésemos, como encontrarse un billete de 50 en el bolsillo del pantalón, como una carta inesperada en el buzón destartalado.
Ríos de felicitaciones, encajadas de manos, abrazos, parrafadas desmesuradas, las redes sacan humo, los flashes también. Un clímax desbordante y sostenido con el aroma del perfume del éxito.
Y entonces, bajo a la calle, compro el pan, me pido un cortado, me siento en la terraza, veo la gente pasar, y todo se va poniendo en su sitio, pausadamente, y dentro oigo un rumor que me dice que sí, que sí, que sí, que lo hemos vuelto a hacer.